Sobre la novela El Monigote
- Juan Biermann
- 31 mar 2019
- 5 Min. de lectura
El Monigote fue la primera novela publicada por Jübilo Editorial. En este artículo, su autor nos revela algunos secretos detrás de su creación.

El texto de la novela tomó tiempo en salir. Empecé a escribirla en el año 2003. Todo comenzó con un ejercicio de escritura que consistió en tomar del diccionario diez palabras al azar y construir un relato corto que las contuviera. De ese ejercicio salió un relato que narra cómo un hombre asesina a una anciana, asestándole catorce puñaladas —recuerdo que ‘catorce’ y ‘puñal’ fueron dos de las palabras que al azar tomé del diccionario—, con profundo rencor, como venganza por una ofensa humillante que el hombre recibió, cuando tenía catorce años, de la enclenque anciana cuando ella era su profesora en el colegio, muchos años atrás.
Concluido el ejercicio, cerré el cuaderno y me olvidé de aquella desagradable historia. Sin embargo, algo me quedó de ella, algo que logró impresionarme: El denigrante apodo puesto al hombre cuando era un joven escolar por parte de esa profesora. La primera versión de ese apodo fue ‘Mamarracho’; y con ese nombre pasó a formar parte de los personajes que me habitan, fruto de mi imaginación.
Poco a poco, mes a mes, año a año, alimenté ese Mamarracho en mi interior. Mentiría si dijera que no fue recio desprecio lo que ese personaje despertó en mí inicialmente. Así que, desde el comienzo, le atribuí sordas pesadumbres, máximas incompetencias, arraigadas mediocridades y miserable existencia.
A esa altura, Mamarracho, más que un personaje, era un boceto de personaje. También —debo reconocerlo—, una suerte de vertedero al que yo arrojaba las actitudes que yo detestaba —y aún detesto— de la gente a mi alrededor. De esta guisa que Mamarracho, tras los primeros años de acompañarme, se había convertido en una criatura viscosa y repelente, de quien se podía esperar siempre lo peor. Tenía del burócrata la pereza y el cinismo; del policía su rencor social y su ciega obediencia al mejor postor; del profesor tenía su ego narcisista y su cómoda mediocridad… Era —y que el personaje me perdone recordarlo— una sopa de inmundicias, sobre quien yo —su Creador— tenía derecho a ver sufrir sin que su hiel me salpicase.
Esta insensata postura mía ante aquel infeliz personaje se mantuvo con aquel con el que lo reemplacé, al cambiarle el nombre, pasando de ‘Mamarracho’ a ‘Monigote’.
Está claro que ni ‘Mamarracho’ ni ‘Monigote’ vivían en el vacío o en la Nada. Lentamente, fui creándole, primero a uno, luego a otro, una historia y un entorno, familia, amistades, trabajo, un lugar de residencia y un horario habitual. En cuanto a sus rasgos físicos, éstos me fueron esquivos durante mucho tiempo; incluso, diría que no fue sino hasta el año pasado que vi, con mis ojos, un hombre que reunía los atributos físicas del personaje que protagoniza la novela El Monigote.
Decía que, en cuanto a sus rasgos físicos particulares, reconocía que era más flaco que gordo, de metros setenta de estatura, candado en el rostro, frecuentemente encorbatado, pelo escaso y corto, y una cara de esas que se olvidan con suma facilidad. Además de esto, había un objeto que lo solía acompañar: Un maletín rectangular, de cuero oscuro, con doble cierre y elegante manija. En él guardaba los documentos de su trabajo, que no era otro sino el de vendedor domiciliario de seguros de vida. A eso había yo llegado al retomar la historia original, en la que aparecía la vieja profesora. ¿En qué situación pueden volverse a encontrar de manera coincidencial? Lo que se me ocurrió fue sencillo: El hombre, que trabaja como vendedor domiciliario, está un día recorriendo los pasillos y los timbres de un edificio ofreciendo sus seguros, cuando en uno de esos apartamentos quien abre la puerta es la anciana.
No puedo negar que la idea de un vendedor de seguros de vida asesino me atrajo poderosamente. No entraré a exponer mi opinión acerca de los seguros de vida y de quienes se lucran con ese negocio; me limito a decir que era un personaje en cuyos labios yo podía poner frases como: «La mejor forma de asegurarse la muerte es adquirir un seguro de vida» o «Nada vale la muerte de una vida sin asegurar».
El hecho de que el Monigote fuera vendedor de seguros me abrió otra posibilidad: ¿Y si le vendiera un seguro de vida a la anciana y después, al cabo de un tiempo, la asesinara y se quedara con el dinero de la póliza? No sonaba mal; quiero decir, es una idea terrible, apropiada para una criatura como, por aquel entonces, yo concebía al Monigote. Sin embargo, en defensa de la verosimilitud, me pregunté a renglón seguido cuánto tiempo tendría que esperar el Monigote hasta que la anciana hubiese hecho un número suficiente de aportes que garantizara una póliza medianamente jugosa.
La idea de poner a esperar al personaje me espantó inicialmente; no obstante, mientras esperaba, podía ponerlo a hacer algo propio de su naturaleza, como planear con lujo de detalles el asesinato de la detestada exprofesora, que debía ser un asesinato perfecto; o, al menos, debía ser un crimen que nadie se atreviese a atribuirlo al vendedor de seguros de vida.
Largos años me tomó fabricar la secuencia de acontecimientos que constituyen tal asesinato; y creo que no habría llegado jamás a ello de no ser por la rebelión del Monigote contra mí. Sé que puede sonar absurdo, pero es cierto: Los personajes se rebelan, reaccionan ante quien les ha insuflado vida; se sacuden, reniegan de la historia que uno quiere contar de ellos. Fue así, decía, que el Monigote me espetó un buen día diciéndome:
—Soy una criatura carente de virtudes y no merezco existir.
Tal declaración suicida me sorprendió y me hizo caer en cuenta del craso e injusto error que había cometido con el Monigote al convertirlo en personaje-vertedero. Además, por viscoso y desagradable que fuera, tras años de convivencia yo había empezado a tomarle cariño y a compadecerlo por sus hondas tribulaciones. Así que, después de haberme enfocado con tanta exclusividad en los defectos y en los errores del Monigote, trasladé mi atención hacia aquello que pudiera haber de virtuoso en él; y descubrí que no era una mala persona; lo que pasaba era que estaba muy solo y vivía con mucho miedo, cada día.
Desde ese descubrimiento hasta concluir la primera versión final completa de la novela El Monigote, trascurrieron más de seis años. Mi relación con el personaje fue mejorando, lo que me posibilitó conocer episodios que, si bien no incluyo explícitamente en la novela, me ayudaron a fortalecer la consistencia de la historia que de él decidí contar.
Para terminar, quisiera agregar que me animé a escribir esta nota sobre El Monigote para señalar y reconocer la lección de humildad que me dio su protagonista, al permitirme entender que no es de creadores sensatos convertir sus creaciones en infectos basureros ni en detallados catálogos de defectos humanos hiperbolizados. Gracias, Monigote, por enseñarme a no subestimar ni denigrar a mis personajes —que son mis hijos.
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